martes, enero 24, 2012

Payaso.


Sábado, 23:34, Madrid. Además de la lluvia, el frío de invierno se había instalado en la capital aquellos días. “El Circo de Viena”, uno de los muchos circos que visitan la periferia cada año, acababa de terminar cuando un hombre con zapatos de cuero italiano, sombrero calado y gabardina apareció caminando lentamente bajo la luz de las farolas. No llevaba ni un paraguas, y con la que estaba cayendo, las aceras encharcadas hicieron lo propio con los zapatos de cuero. Podía llegar a parecer que los fenómenos meteorológicos le eran algo ajeno. Su nombre era Antonio Durán.

Caminaba hacia las instalaciones del circo, y llegó cuando los chavales empezaban a recoger todas y cada una de las cosas. Las carpas ya no colgaban a quince metros, y os animales, acrobacias, las risas, gritos, caras sorprendidas y algún que otro beso parecían ya a meses de distancia. Antonio caminó entre carpas, cuerdas  y jaulas, hasta que al final encontró el camerino de los payasos.

Buscaba a “Rocambole”, uno de los 10 payasos que formaban parte del circo. Llamó sin prisa a la puerta, nadie por allí conocía su nombre. El payaso abrió la puerta, y con los ojos como platos y faltándole el aliento, se hizo a un lado de la puerta.
Durán entró en la habitación sin ventanas ni decoración, con el payaso mirándole igual que a un fantasma. Se quitó el sombrero empapado, y sacó con calma un pequeño revólver Colt 32 del bolsillo de la chaqueta. Rocambole ni siquiera se movió cuando vio el arma relucir bajo los focos de neón.

Los chavales que estaban recogiendo ignoraron la detonación apagada que llegó desde el cuarto de los payasos, “cosas de Rocambole”, debieron pensar.

 Todavía con los oídos pitando y el fogonazo en la retina, Durán cerró los ojos un momento, seguramente pensando en la que se le venía encima. Se oyó entonces el sonido ronco del motor de una vieja moto americana. En aquel momento supo que había cometido un error.

jueves, enero 12, 2012

Romance de la Guerra Civil


Cada charco y cementerio
multiplicaba sus puertas.
Hoy viejas fotos preguntan
el porqué de aquella guerra. 
Herida abierta en el suelo,
enterrando cuerpos  cuenta
cada vida que termina
al compás de sus trompetas. 
Los soldados desfilando
custodiaban a las presas.
Largo y quieto aquel silencio
en las tapias de Las Ventas. 
Dan la orden de detenerse
y de repente se dan cuenta
que aunque es injusto las matan, 
que en vez de un beso, unas rejas.
Pero el tiempo se detuvo
agachado en las cunetas.
Las miradas que asesinan
armas sordas, cruces negras. 
En sus casas, otro grito,
trece madres descompuestas
por un tiro escalofrío
que hace llorar de impotencia.

Tercos fusiles agudos
en la madrugada suenan
en un aire donde estallan
rosas de pólvora negra.
La triste y dura la descarga
para siempre las congela.
Dejó unas letras fugaces
y una lágrima en la arena.



Ahora ya nadie se acuerda
de esas balas y esa guerra.
Ni del eco de los gritos,
ni del ruido de escopetas.



A todos los que perdieron la guerra.
A cada una de las 13 Rosas.
Por vuestros muertos.

Por los nuestros.