Sábado, 23:34, Madrid. Además de la
lluvia, el frío de invierno se había instalado en la capital aquellos días. “El
Circo de Viena”, uno de los muchos circos que visitan la periferia cada año,
acababa de terminar cuando un hombre con zapatos de cuero italiano, sombrero
calado y gabardina apareció caminando lentamente bajo la luz de las farolas. No
llevaba ni un paraguas, y con la que estaba cayendo, las aceras encharcadas
hicieron lo propio con los zapatos de cuero. Podía llegar a parecer que los
fenómenos meteorológicos le eran algo ajeno. Su nombre era Antonio Durán.
Caminaba hacia las instalaciones del
circo, y llegó cuando los chavales empezaban a recoger todas y cada una de las
cosas. Las carpas ya no colgaban a quince metros, y os animales, acrobacias,
las risas, gritos, caras sorprendidas y algún que otro beso parecían ya a meses
de distancia. Antonio caminó entre carpas, cuerdas y jaulas, hasta que al final encontró el
camerino de los payasos.
Buscaba a “Rocambole”, uno de los 10
payasos que formaban parte del circo. Llamó sin prisa a la puerta, nadie por
allí conocía su nombre. El payaso abrió la puerta, y con los ojos como platos y
faltándole el aliento, se hizo a un lado de la puerta.
Durán entró en la habitación sin
ventanas ni decoración, con el payaso mirándole igual que a un fantasma. Se
quitó el sombrero empapado, y sacó con calma un pequeño revólver Colt 32 del
bolsillo de la chaqueta. Rocambole ni siquiera se movió cuando vio el arma
relucir bajo los focos de neón.
Los chavales que estaban recogiendo
ignoraron la detonación apagada que llegó desde el cuarto de los payasos,
“cosas de Rocambole”, debieron pensar.
Todavía con los oídos pitando y el fogonazo en
la retina, Durán cerró los ojos un momento, seguramente pensando en la que se
le venía encima. Se oyó entonces el sonido ronco del motor de una vieja moto
americana. En aquel momento supo que había cometido un error.